miércoles, 7 de noviembre de 2007

Fernando

Algún día perdido en la memoria de los vecinos de Resistencia, en el Chaco, por sus calurosas y húmedas ca­lles se vio caminar a un forastero que cargaba una guita­rra mientras charlaba amigablemente con un perro de raza desconocida que lo acompañaba con fidelidad de sombra. El desconocido llamó a la puerta de una pensión y, tras presentarse como artista ambulante, cantor de bo­leros para mayor precisión, preguntó si él y su perro po­dían hospedarse.
—Siempre y cuando respeten las horas de siesta. Vos no cantás y el perro no ladra —le respondieron.
La siesta es larga en el Chaco. Las horas de reposo pa­san lentas y apacibles como las aguas del Paraná. Bajo el rigor canicular las brisas se alejan hacia territorios que na­die conoce, no canta el hornillo, el surubí cierra los ojos redondos en el fondo del río, y las gentes se abandonan a un sopor profundo y benéfico.
A los pocos días de llegar, el cantor se durmió para siempre en una siesta. Al descubrir el triste suceso, el due­ño de la pensión y los vecinos comprobaron que sabían muy poco, casi nada, de aquel hombre.
—Uno de los dos obedece al nombre de Fernando, pero no sé si es él o el perro —comentó alguno.
Luego de sepultar al cantor, y como una forma de res­petar su memoria, los vecinos de Resistencia decidieron adoptar al perro, lo llamaron Fernando y le organizaron la vida: el dueño de un boliche se comprometió a darle cada mañana un tazón de leche y dos medias lunas. El perro Fernando desayunó durante doce años en el mismo boli­che y en la misma mesa. Un matarife decidió servirle cada mediodía un trozo de carne con hueso. El perro Fernando acudió puntualmente a la cita durante toda su vida. Los artistas del Fogón de los Arrieros, una casa sin puertas en la que todavía los caminantes encuentran lugar de reposo y mate, aceptaron al perro Fernando como socio de la ins­titución, donde destacó como implacable crítico musical. Tal vez heredado de su primer amo, el perro poseía un agudo sentido de la armonía, y cada vez que algún músi­co desafinaba debía soportar la reprimenda de los aullidos de Fernando.
Mempo Giardinelli me contó que, durante un con­cierto de un prestigioso violinista polaco en gira por el noreste argentino, el perro Fernando escuchó atentamente desde su lugar en primera fila, con los ojos cerrados y las orejas atentas, hasta que una pifia del músico le hizo pro­ferir un desgarrador aullido. El violinista suspendió la in­terpretación y exigió que sacaran de la sala al perro. La respuesta de los chaqueños fue rotunda:
—Fernando sabe lo que hace. O tocas bien o te vas vos.
Durante doce años, el perro Fernando se paseó a sus anchas por Resistencia. No había boda sin los alegres la­dridos de Fernando mientras los recién casados bailaban un chámame. Si Fernando faltaba a un velorio, era todo un desprestigio tanto para el muerto como para los deudos.
La vida de los perros es por desgracia breve, y la de Fernando no fue una excepción. Su funeral fue el más con­currido que se recuerda en Resistencia. Las notas necroló­gicas llenaron de pesar los periódicos locales, incontables paraguayos cruzaron la frontera para manifestar su senti­da aflicción, los caciques de la política cantaron loas a sus virtudes ciudadanas, los poetas leyeron versos en su ho­nor, y una suscripción popular financió su monumento, que se levanta frente a la casa de Gobierno, pero dándole la espalda, es decir, mostrándole el culo al poder.
Hace un par de semanas, con mi hijo Sebastián que se inicia en los senderos que amo, salimos de Resistencia para cruzar el Chaco Impenetrable. En el límite de la ciu­dad leímos por última vez el letrero que dice: «Bienveni­dos a Resistencia, ciudad del perro Fernando.»

Luis Sepúlveda

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